sábado, 16 de enero de 2010

NICETO BLÁZQUEZ, O.P. DOCTOR

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

LA EXISTENCIA DE DIOS

EL DIOS DE LA RAZÓN Y DEL CORAZÓN

La vida es breve y los problemas humanos muchos. Pero hay algunos en cuya solución nos jugamos la felicidad en este mundo y nuestro porvenir fuera del espacio y del tiempo. Uno de ellos está relacionado directamente con la certeza o incertidumbre sobre la existencia de Dios. No se trata de una cuestión de observancia religiosa o piadosa. Se trata de algo más fundamental como es saber si allende la vida terrenal hay algo o alguien a quien hayamos de rendir cuentas de la administración de nuestra vida. La razón humana, una vez puesta en marcha la dinámica reflexiva, por simple honestidad intelectual no puede obviar esta cuestión. Por lo mismo, decir sin más que Dios no existe es una frivolidad intelectual. Por el contrario, creer que su existencia es intelectualmente una obviedad es una visión simplista del problema. El asunto es más serio que todo esto y por ello me ha parecido oportuno plantearlo aquí con toda su crudeza y realismo. El problema es tan viejo como la historia de la humanidad pero hay dos personajes que lo han razonado y vivido de una forma muy destacada y vitalmente profunda. Me refiero a Tomás de Aquino (1225-1274) y Agustín de Hipona (354-430). Es admirable cómo desde la fría razón especulativa y desde el calor sensible de la vida estos dos hombres desembarcaron en el mismo y único puerto de salvación humana donde la razón y el corazón encuentran su descanso natural. La razón en la Verdad y el corazón en Dios. Veamos cómo y de qué manera.

1. Enfoque emocional y científico de la existencia de Dios.

La vida es breve, insisto, y está saturada de problemas. Uno de ellos consiste en saber si terminados los días de esta vida hay algo o alguien a quien rendir cuentas de ella al otro lado del túnel de la muerte. Es inútil tratar de esquivar el bulto. Una vez instalados en la realidad de la vida tenemos que afrontar la realidad de la muerte como el reverso de la medalla. ¿Termina todo con la muerte? A primera vista, sí. Pero también a primera vista nos parece que el sol se pone raspando la cumbre de la montaña y, sin embargo, sabemos que eso no es verdad. Las apariencias engañan. Según todas las apariencias y los datos científicos obtenidos sobre el cadáver de una persona, la vida que antes lucía en su cuerpo se ha apagado y es inútil querer buscar los tres pies al gato. La cuestión ahora es si después de muertos hay algo o alguien a quien haya que rendir cuentas de nuestra vida terrenal fenecida. Pues bien, ese algo o alguien ha recibido culturalmente el nombre de Dios al que son atribuidos poderes superiores sobre todo lo existente.
Pero existe Dios realmente ¿o es un puro concepto cultural? Y aparece inmediatamente el argumento emocional contra su presunta existencia. La madre que pierde a su hijo no entiende por qué, si Dios existe, ha permitido esa muerte en la flor de la vida. La señora de setenta años no entiende por qué su marido fallece a los setenta y ocho, ahora cuando podían vivir juntos en paz y sin problemas económicos ni familiares. Las guerras se llevan por delante miles y millones de personas inocentes sin que se aprecie la intervención de Dios en su favor. Las catástrofes naturales se cobran sus víctimas sin que nadie pueda evitarlo. Los terroristas matan impunemente y son ensalzados. Los ladrones roban como personas honradas y los buenos son ridiculizados. Los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres sin que haya dios que lo remedie. El argumento sentimental contra la existencia de Dios se reduce a una reflexión tan simple como esta. Si Dios existiera no permitiría la existencia de esos males. Es así que esos males existen. Luego Dios no existe. Y si existe, para el caso que nos hace, mejor es olvidarle. Desde el terreno científico la tendencia más generalizada hoy día es a creer que el reconocimiento de la existencia de Dios se debe a la ignorancia sobre la realidad de la naturaleza y a la autosuficiencia del hombre para resolver los problemas de la vida mediante la ciencia.
Por otra parte está la Biblia en la que se refleja dramáticamente la convicción secular de que nada tiene sentido al margen de Dios. Su existencia no se pone jamás en duda. Por el contrario, aún en los relatos históricos más inhumanos e incomprensibles a la luz de la razón, se apela a Dios como el único intermediario válido y juez justo frente a las calamidades naturales y las injusticias humanas. Dios es descrito como un ser presente en todos los acontecimientos de la historia personal y social. En la Biblia sólo los insipientes y los malvados se atreven a poner en tela de juicio la existencia de Dios. Se podrá discutir sobre la idea que de Dios tienen los diversos hagiógrafos del Antiguo Testamento. Pero jamás dejan margen para la duda sobre la existencia de Dios. Con la aparición de Cristo en el Nuevo Testamento se corrige la imagen defectuosa del Dios del Antiguo y se confirma aún más el realismo de su existencia e intervención en los asuntos de la vida de los hombres. Tal vez lo más significativo sea el hecho de que Cristo ofrece la respuesta global a todos los problemas del hombre durante su vida terrenal asumiendo la muerte como paso necesario para encontrar una vida nueva en la que queden satisfechos todos los deseos nobles de felicidad que no pudieron ser satisfechos durante la vida terrena. A pesar de todo, frente al dolor, la muerte y las injusticias los argumentos sentimentales y científicos contra la existencia de Dios se han fortalecido culturalmente de una manera sorprendente. El asunto es grave y no vale tirar balones fuera como si no ocurriera nada. Me refiero en el campo cultural. Vayamos por partes.

2. Ateísmo clásico y ateísmo posmoderno.

El ateísmo como metodología cultural tiene actualmente una envergadura bastante distinta de la que tuvo en tiempos pasados. Como actitud de desconfianza hacia Dios el ateísmo es tan viejo como el hombre en la tierra y hasta cierto punto psicológicamente comprensible. El ateísmo clásico negaba al Dios de los creyentes, pero no a Dios en sí mismo. Negaba más que otra cosa las ideas y conceptos forjados sobre el ser de Dios sin llegar a ser un rechazo complaciente y libertador de la realidad divina por sí misma. Cuando algunos filósofos griegos, por ejemplo, fueron acusados de ateísmo, en realidad sólo eran inculpados de irrespetuosidad con los dioses populares, folklóricos y políticos.
En la historia de Occidente el ateísmo fue durante mucho tiempo un asunto de minorías intelectuales. No una reacción sociológica, sino una actitud intelectual contra ciertas formas de entender a Dios. El ateísmo no iba más allá de los límites del agnosticismo respecto de unos argumentos académicos considerados poco o nada convincentes. Anaxágoras, Sócrates y otros filósofos fueron ateos, pero sólo por relación a las creencias del vulgo. Eran ateos porque rechazaban un concepto de Dios inaceptable a la luz de una reflexión filosófica profunda. Se trataba de una cuestión de orden meramente cognoscitivo y no de rechazo a Dios como tal.
Los mismos cristianos fueron tildados de ateos por los romanos por cuanto no podían aceptar una idea de Dios y unas prácticas cultuales superadas por la revelación judeo-cristiana, la cual se destacó por poseer un concepto de Dios muy elevado por relación a otras culturas. Lo que condujo en algunos momentos de la historia a cometer abusos humanos, en nombre de ese complejo de superioridad teológica, parecidos a los del paganismo. La idolatría, la herejía y la blasfemia fueron consideradas como delitos sociales graves hasta el extremo de ser castigados con la pena de muerte. Pero el idólatra y el hereje son esencialmente creyentes y no ateos. El problema del ateísmo clásico fue muchas veces una pelea inmoral entre creyentes. Estos hechos demuestran que el ateísmo como actitud radical de rechazo a Dios es ajeno al ateísmo clásico, el cual se refería más a los conceptos sobre la naturaleza de Dios que a la aceptación de su existencia.
El ateísmo contemporáneo, en cambio, es una actitud radical programada frente a Dios. No se trata ya de estar o no de acuerdo o de negar tal o cual concepto de Dios, incluso la presunta validez científica de determinados argumentos para demostrar su existencia. Ahora se trata de negar a Dios en sí mismo como un deber de conciencia que exige la proscripción misma del nombre, el cual debería ser eliminado del contexto cultural y social. Parece como si esa fuese la única forma de solucionar de una vez para siempre los grandes problemas de injusticia y de frustración humana que aquejan a la humanidad. Lo que se afirma de Dios se lo adeudamos al hombre. La palabra Dios es considerada como el símbolo de la alienación más detestable y que en nombre de la ciencia debiera ser enterrado como un fantasma pernicioso de los tiempos pasados.
La afirmación de la no existencia de Dios no es una cuestión a discutir, sino un presupuesto dogmático de la antropología moderna y posmoderna que ha superado la etapa de infancia de la humanidad. Que Dios no existe no es la conclusión de un razonamiento filosófico desafortunado inspirado en una determinada nogseología, como pudiera ser la kantiana. Dios no existe quiere decir que el término Dios está vacío de contenido real extra-subjetivo. Se trata de un mero predicable sin predicamento. Es sólo un símbolo afectivo, psicológico o moral, pero sin valor alguno objetivo fuera del puro pensar o del mero sentir subjetivo. En terminología clásica diría que Dios es un puro ente de razón sin fundamento en la realidad. En el mejor de los casos con algún fundamento, pero científicamente despreciable.
Este es el tipo de ateísmo que se predica como presupuesto sociológico indispensable para construir un mundo más humano y dar sentido a la vida. La misma carta de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos está inspirada en la preterición de Dios como algo objetivo existencial. Cuando un ateo posmoderno se refiere a Dios, no es para buscarle o conocerle mejor, sino para enterrar intelectualmente un fantasma histórico paralizador del progreso. En tiempos pasados el ateo se debatía en la negrura de sus pensamientos. El ateo se consideraba a sí mismo como un extraño sujeto rumiando en el lupanar de una vida licenciosa el castigo de su audacia impía. Hoy el ateo es un sujeto normal que enciende con la sinceridad de su conciencia la antorcha de su personalidad insobornable. El ateo, a nivel social, se rehace como hombre y encuentra en su ateísmo fortaleza para un socialismo humanista intramundano y terrenal. Dios parece no sólo inútil, sino nocivo. La ausencia de Dios en el mundo es un fenómeno canonizado por la ciencia y la técnica.
Si, pues, el nuevo humanismo ha de construirse sin Dios, la interpretación del valor y sentido de la vida humana correspondería por derecho a la conciencia colectivizada guiada únicamente por los logros del progreso científico. Al progreso de la ciencia habría que sacrificar incluso la vida humana. Desde estos presupuestos culturales toda apelación a Dios resulta incómoda y hasta ofensiva. La vida es entendida como propiedad del hombre socializado, pero no de Dios, que sería un fantasma trasnochado del que la civilización cristiana se habría servido para reprimir eficazmente a la humanidad y entorpecer el pronto advenimiento de una civilización cósmica desde el hombre y para el hombre. De ahí la marginación de Dios erigida en el presupuesto básico de la mayoría de los ordenamientos jurídicos contemporáneos y de organizaciones militantes en el terreno de los derechos humanos.
A pesar de todo, los pensadores más serios de todos los tiempos constituyen un testimonio poderoso de la importancia del problema. Ni la ciencia ni las revoluciones ideológicas han logrado sofocar la necesidad de plantearnos seriamente el problema relativo a la existencia de Dios. Es una cuestión que no se resuelve con votaciones democráticas en contra o metiendo la cabeza debajo del ala poniendo una mordaza a la voz de la conciencia. Ahora bien, entre los planteamientos filosóficos más cualificados que se han producido a lo largo de la historia de Occidente reviste particular interés el de Tomás de Aquino por su solidez racional. Por ello me parece oportuno recordarlo acompañado de algunas reflexiones orientadoras para su inteligencia y comprensión. Lo mismo cabe decir de S. Agustín. Se trata de dos enfoques realistas del problema desde puntos de partida distintos de la realidad que conducen admirablemente al mismo destino.

3. La formulación de las vías en su contexto propio.

El contexto social y cultural en el que se movía Tomás de Aquino cuando formuló las célebres cinco «vías» para demostrar la existencia de Dios era diametralmente opuesto al que termino de describir. La afirmación de la existencia de Dios era un presupuesto fundamental común a los intelectuales más influyentes y al pueblo sencillo. El ateísmo como actitud radical contra Dios carecía de respaldo intelectual o social. Dios presidía las cruzadas religiosas, el ajusticiamiento de los herejes y malhechores comunes, la creación de conventos para prostitutas, la vida de los santos y el arrepentimiento de los grandes pecadores. En nombre de Dios se canonizaban las virtudes heroicas de los virtuosos y se ofrecía el perdón a los arrepentidos. Tomás de Aquino vivió en una época culturalmente teocéntrica, como los griegos fueron testigos y promotores del cosmocentrismo y actualmente lo somos del antropocentrismo.
Las cosas y los problemas se miraban siempre desde Dios. Esta observación es importante para calibrar el valor que el propio Aquinate reconocía a los razonamientos de las «vías». Por una parte tenía que salir al paso de una poderosa tradición teológica la cual sostenía que la existencia de Dios es tan evidente que nadie puede alegar razones serias para negarla. Pero tenía que evitar también el caer en una especie de agnosticismo intelectual frente al hecho positivo de la revelación cristiana. Como se aprecia después, al hablar de la esencia de Dios, Tomás de Aquino adopta una actitud muy modesta en lo que se refiere al conocimiento humano de Dios. En realidad sabemos más lo que no es que lo que realmente es. De todos modos podemos decir que lo que actualmente es la euforia de la incredulidad en la época de Santo Tomás era la euforia de la fe. En aquel contexto cabe decir que las «vías» constituyeron un factor de moderación contra el posible abuso de la fe y de realismo intelectual contra la tentación del agnosticismo.
La cuestión sobre la existencia de Dios es como el frontispicio de la Summa Tbeologiae después de la cuestión introductoria sobre la naturaleza y el objeto de la ciencia sagrada o teología propiamente dicha. Ha dejado en claro que en el discurso teológico las deducciones racionales poseen un valor ínfimo, mientras que en el discurso estrictamente filosófico poseen un valor máximo. Ha dicho también que hay verdades fundamentales que el hombre puede conocer con sus propias fuerzas racionales, pero que, dada la condición humana, de hecho sólo algunos, después de mucho tiempo y esfuerzo y con mezcla de no pocos errores, consiguen llegar al conocimiento suficiente de esas verdades, entre las cuales se encuentra la existencia de Dios. La cuestión sobre la existencia de Dios es desarrollada en tres momentos o artículos, de los cuales los dos primeros reflejan la mentalidad de la época, propensa al fideísmo y al ontologismo al mismo tiempo.
Las «vías» aparecen en un contexto taxativamente teológico, en el que se presupone la existencia de Dios por revelación, pero, como veremos, se trata de argumentos estrictamente racionales con entidad filosófica propia al mismo tiempo. Su aparición en la Suma se explica por razones meramente didácticas, las cuales no invalidan en absoluto el valor racional de las mismas tomadas aisladamente fuera del contexto teológico de la Suma, en la cual tienen un valor sólo de iniciación o preámbulo al tratado sobre el Dios de la revelación cristiana, que es el que va a ser estudiado de forma racional y sistemática. Lo cual significa que las «vías» pueden ser estudiadas como parte de los preámbulos de la fe cristiana y como razonamientos metafísicos pertenecientes a la filosofía pura. En el primer caso el valor de sus conclusiones es escaso, aunque real y fundamental. En el segundo, su valor es considerable, pero muy insuficiente. Ese valor real y esa insuficiencia se verán mejor a través de la exposición del texto tomista.

4. Presentación del histórico texto sobre la existencia de Dios.

Contra la mentalidad de la época, propensa a considerar la existencia de Dios como una verdad evidente para el hombre, Tomás de Aquino defendió que la existencia de Dios ni es evidente ni se puede deducir del mero hecho de que con el nombre de Dios se quiera significar algo grande y noble capaz de satisfacer de alguna manera el deseo natural de felicidad. A juicio del Aquinate, la aceptación de la existencia de Dios no es un asunto tan fácil como pensaban la mayoría de los teólogos de su tiempo. Es verdad que el hombre desea naturalmente ser feliz, que parece razonable admitir el conocimiento de lo que naturalmente se desea y que culturalmente el término Dios se ha usado como el nombre propio de ese presunto ser, cuya existencia tratamos de conocer.
Pero en realidad esto no es conocer a Dios, como conocer que alguien llega no es conocer realmente a Pedro, aunque de hecho sea Pedro el que llega. Por otra parte, es claro también que muchos han excluido a Dios explícitamente del banquete de su felicidad. La experiencia enseña, en efecto, que los hombres se fabrican sus propios ídolos en el ámbito de las riquezas, de los placeres y de los honores, lo cual hace pensar en la falta de fundamento racional para afirmar la existencia de Dios basados en la asociación de ese nombre a la felicidad humana. Lo más que Santo Tomás reconoce en el argumento de la felicidad es un cierto conocimiento confuso, con lo que pone más de relieve la inevidencia para el hombre de la presunta existencia de Dios más allá de nuestros deseos objetivados.
Pero Santo Tomás no busca la existencia de un Dios como mera construcción mental o como proyección subjetiva de ciertos deseos vehementes. Lo que busca es cómo poder afirmar razonablemente la existencia de algo o de alguien superior, cuya existencia sea extrasubjetiva y extramental. Algo que no sea ni producto del pensamiento ni del sentimiento. Sólo entonces podrá hablarse de realidad objetiva o existencia real.
Santo Tomás rechaza igualmente el argumento ontológico anselmiano. Aun en la hipótesis optimista de que la palabra Dios evocara en todos los que la escuchan la idea de algo o de alguien, cuya perfección no pudiera ser superada (lo cual no es verdad), no por ello se sigue que lo designado por ese término haya de existir en la realidad objetiva extramental. Su existencia sería meramente conceptual. La conclusión anselmiana implica un tránsito ilegítimo del orden de los conceptos mentales al orden de la realidad objetiva extramental. No se puede deducir que Dios exista en la realidad a menos que reconozcamos previamente que entre lo real hay algo que es superior a cuanto se puede pensar, cosa que no reconocen los que sostienen que no hay Dios. Por lo demás, es claro que existe la verdad en general como adecuación del entendimiento a la realidad. Pero no es evidente para nosotros que exista la verdad suprema. La posición del Aquinate frente al excesivo optimismo de la época respecto del conocimiento de la existencia de Dios es contundente: la existencia de Dios no es evidente al hombre abandonado a sus propias fuerzas, por lo que necesita ser demostrada por medio de cosas más conocidas y manifiestas, como son los efectos.
La existencia de Dios no es evidente para el hombre, pero es demostrable. ¿De qué manera? Partiendo de un efecto cualquiera puede demostrarse la existencia de su causa propia. Porque todo efecto depende de alguna causa. Si existe el efecto es forzoso que le preceda la causa. Por consiguiente, aunque la existencia de Dios no es una verdad evidente para nosotros, es demostrable por los efectos que conocemos.
En la época de Santo Tomás se argumentaba desde la perspectiva de la fe, la cual ejercía una poderosa influencia social, diciendo que nadie tiene excusa para negar la existencia de Dios. Otros opinaban que Dios es tan real y grandioso que sería una temeridad intentar afirmar su existencia desde una perspectiva distinta de la fe fundada en la revelación cristiana. Santo Tomás responde igualmente a este modo extremado de plantear el problema. El propio San Pablo advirtió que lo invisible de Dios se alcanza a conocer por lo que ha sido hecho (Rom. 1,20). Lo cual no sería posible si por las cosas hechas no se pudiese demostrar que Dios existe, ya que lo primero que tenemos que averiguar acerca de una cosa es si existe. Los teólogos insistirían en que la existencia de Dios es un artículo de fe. Algo que se acepta previamente por fe divina.
Pero entonces, ¿qué sentido tiene hablar de demostración racional de lo que ya conocemos por la fe? Santo Tomás responde con decisión que la existencia de Dios y otras verdades análogas pueden ser conocidas por la sola luz de la razón natural sin necesidad de la fe. Teológicamente hablando esas verdades son como los preámbulos a los artículos de la fe propiamente dichos. La fe cristiana supone el valor del conocimiento natural y no lo anula, al igual que la gracia no anula la naturaleza, sino que la presupone como la perfección a lo perfectible. El conocimiento humano racional tiene un valor modesto, pero real y hasta necesario. Lo que puede ocurrir en la práctica es que a veces conozcamos solamente por la fe verdades que de suyo pueden conocerse por la sola razón. Esto ocurre frecuentemente entre los creyentes poco cultos, que viven directamente de la fe recibida sin reflexionar explícitamente sobre sus motivos para creer. Cabe incluso pensar que alguien acepte por fe lo que de suyo es demostrable por la razón porque no sepa o no entienda la demostración. Es obvio que para muchas personas puede resultar más fácil aceptar la existencia de Dios por la fe que por vía de argumentación racional. En la vida práctica la fe suele preceder a la razón. Evolutivamente el ejercicio de la fe precede al ejercicio discursivo de la razón.
La demostración de la existencia de Dios es posible a partir de los efectos que conocemos. Pero algunos teólogos insistían en que los efectos no guardan proporción con El, que es infinito, siendo los efectos finitos. Entre lo finito y lo infinito no hay proporción. No se puede demostrar la existencia de una causa a partir de un efecto desproporcionado a ella. Luego tampoco es demostrable la existencia de Dios, que debe ser aceptada por fe.
Ya se ve que la objeción está formulada desde la fe. Arguye desde un concepto previo de Dios, lo cual es presuponer su existencia, que es lo que se trata de averiguar a la sola luz de la razón, a cuyo campo devuelve Santo Tomás la cuestión cuando dice: «Aunque por los efectos desproporcionados a una causa no pueda tenerse conocimiento perfecto de ella, sin embargo, por un efecto cualquiera puede demostrarse la existencia de su causa, y de este modo es posible demostrar la existencia de Dios por sus efectos, aunque éstos no puedan dárnoslo a conocer tal como es en su esencia».
Por lo demás, observa Santo Tomás: «Cuando se demuestra la causa por el efecto, es imprescindible emplear el efecto como definición de la causa, y esto sucede particularmente cuando se trata de Dios. La razón es porque en este caso, para probar la existencia de alguna cosa, es preciso tomar como medio lo que su nombre significa, y no lo que es, ya que antes de preguntar "qué es una cosa", primero hay que averiguar "si existe". Ahora bien, los nombres que damos a Dios los tomamos de sus efectos, y, por tanto, para demostrar la existencia de Dios por sus efectos podemos tomar como medio el significado de la palabra Dios». De esta forma no se da por supuesto lo que se trata de demostrar.
Santo Tomás parte del concepto vulgar y corriente de Dios que encontramos en las diversas culturas y civilizaciones. Aunque con diferencias muy notables, todas las culturas han atribuido a la palabra Dios un significado eminente. En la mayoría de los casos los hombres han hablado de Dios para referirse a un supuesto ser superior al hombre y al mundo. Por lo tanto, la cuestión sobre la existencia de Dios equivale a la pregunta sobre la existencia de algún ser trascendente y superior a todas las cosas de este mundo visible como principio y fin último de todas ellas. Si somos capaces de demostrar la existencia de ese ser o principio podemos decir que Dios existe, pues eso es exactamente lo que significamos con la palabra Dios. El texto tomista de las «vías», traducido al español, dice así: «Que Dios existe puede ser demostrado por cinco vías.

La PRIMERA y más clara es la que se toma del movimiento.
“Es cierto y consta por los sentidos, que hay en este mundo cosas que se mueven. Ahora bien, todo lo que se mueve, es movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está en potencia respecto a aquello para lo cual se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en acto, el fuego, por ejemplo, hace que un leño, que está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté a la vez en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, por ejemplo, es caliente en acto, no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez, frío. Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma.
Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y éste a otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano.
Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios”.

La SEGUNDA vía se basa en la causalidad eficiente.
“Hallamos que en el mundo de lo sensible hay un orden determinado de causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible.
Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes, porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una o muchas, y ésta causa de la última; y puesto que, suprimida la causa, se suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, y, por tanto, ni efecto último ni causa eficiente intermedia, lo que obviamente es falso. Por consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios.

La TERCERA vía se toma del ser posible y necesario.
“Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se generan y se corrompen, y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan.
Ahora bien, es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad de no existir hubo un tiempo en que no existió. Si, pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no existir, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir cosa alguna, y, en consecuencia, ahora no habría nada, lo cual es obviamente falso.
Por consiguiente, no todos los seres son posibles o contingentes, sino que entre ellos forzosamente ha de haber alguno que sea necesario.
Pero el ser necesario o tiene la razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad de los demás, a lo cual todos llaman Dios.

La CUARTA vía se toma de los grados de perfección que hay en los seres.
“Vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas según diversa proximidad a lo máximo, y por esto se dice lo más caliente de lo que más se aproxima al máximo calor.
Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo y por ello ente o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima entidad.
Ahora bien, lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente, según dice Aristóteles.
Por consiguiente, algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas las perfecciones, y a esto llamamos Dios.

La QUINTA vía se toma del gobierno del mundo.
“Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionalmente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda o conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha.
Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin, y a éste llamamos Dios».
La comprensión adecuada de este célebre texto no dispensa de ser leído y analizado en el original latino. Se trata de cinco vías racionales por las que se puede llegar al reconocimiento de la existencia real de Dios. Cada vía o camino es un razonamiento metafísico en el que cabe distinguir un punto de partida, el trayecto a superar y el punto de llegada. A la existencia de Dios se puede llegar por cinco «vías» o caminos racionales diferentes tomando como punto de partida cualquier efecto que nos sea bien conocido como tal.
El punto de partida o arranque es un dato real suministrado por la experiencia humana sensible, como el movimiento, la subordinaci6n causal, la contingencia, la diferenciaci6n cualitativa, el orden del mundo y la finalidad. El trayecto se recorre después mediante un discurso racional rigurosamente metafísico conducido por el principio de causalidad extrínseca hasta llegar a un punto más allá del cual ya no tiene sentido seguir caminando sin fijar un término definitivo de llegada en el cual la mente pueda apoyarse y reposar.
El discurso termina afirmando la necesidad de reconocer la presencia real de un primer motor inm6vil, de una causa eficiente primera o fundamental, de un ser necesario, de un ser supremo perfecto y de un ser inteligente. El término inmediato de las cuatro primeras «vías» es algo eminente, pero impersonal. El término de la quinta vía sugiere la idea de algo personal por tratarse de una causa primera esencialmente inteligente. Santo Tomás no concluye afirmando inmediatamente la existencia de Dios, sino del término racional de las diversas «vías» o caminos andados. Lo que ocurre es que lo que se afirma necesariamente como término de cada «vía» o camino metafísicamente andado, coincide con lo que, de una forma o de otra, se ha querido significar siempre con la palabra Dios. De donde se sigue que la afirmaci6n formal de la existencia de Dios es sólo implícita. La afirmaci6n «luego Dios existe», es una conclusi6n complementaria con pleno sentido, una vez que hemos constatado la feliz coincidencia entre el término Dios y la existencia de la realidad que con el mismo queremos significar.
En el desarrollo de las «vías» hay que distinguir por lo menos cuatro momentos: 1) Constataci6n de un hecho de experiencia innegable (es cierto y consta por el testimonio de los sentidos que en el mundo hay cosas que se mueven; hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir; vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades; vemos que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin). 2) Primer grado de la vía, en el que se establece que el hecho de experiencia del que se parte es algo necesariamente causado (todo lo que se mueve es movido por otro; no se da, ni es posible que una cosa sea causa de sí misma; es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre; el más y el menos se atribuye a las cosas según su diversa proximidad a lo máximo; lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca). 3) Segundo grado de la vía, en el que se afirma que en una subordinaci6n estricta de causas es preciso llegar a una primera (en una subordinación esencial de motores no cabe un proceso indefinido; no se puede prolongar indefinidamente la serie de causas eficientes; no es posible aceptar una serie indefinida de cosas necesarias; no se puede aceptar una serie indefinida de inteligencias rectoras). El segundo grado de la vía quinta se encuentra implícito. 4) Término final de cada una de las vías (primer motor inmóvil; causa eficiente primera; algo necesario «per se»; principio de toda perfección; un ser inteligente que gobierna la naturaleza).
Esta es la conclusión inmediata de las «vías». Ahora bien, como la primacía del movimiento, de la causalidad eficiente, del ser necesario, de la perfección de todas las cosas y de la inteligencia rectora son atributos significados todos al mismo tiempo por la palabra Dios, según el uso que de ella han hecho los hombres, la conclusión implícita complementaria es obvia: luego Dios existe. Esa palabra clave no es un término vacío de contenido desde el momento en que es usado para designar a esa realidad superior, cuya existencia se impone como necesidad ineludible, a menos que pasemos por alto el realismo de la experiencia sensible y el valor objetivo del conocimiento humano metafísico.

5. Dificultades para aceptar el mensaje de las «vías»

No me refiero a las dificultades para aceptar la existencia de Dios en absoluto contra cualquier intento de demostrar su existencia, aunque no sea el que se propone en las «vías». El propio Santo Tomás, como veremos después, formuló dos dificultades básicas en ese sentido. Ahora me refiero sólo a las dificultades presentadas por algunos en relación con los razonamientos formulados en las «vías» desde determinados presupuestos de la ciencia moderna.
Se ha dicho, por ejemplo, que la primera vía está anclada en la física aristotélica. Una formulación más aceptable para nuestro tiempo debería tener en cuenta los cambios de posición, la velocidad y las configuraciones de partículas elementales. Pero esta observación es banal, ya que el ejemplo del fuego aducido por el Aquinate no es condicionante sino únicamente ilustrativo y no afecta para nada al valor de la demostración racional. La argumentación de Santo Tomás no es una descripción física del movimiento, sino un razonamiento metafísico y analógico. El que modernamente se pudieran aducir ejemplos científicamente más evolucionados no afecta para nada al valor de la argumentación estrictamente metafísica.
Me parece más seria la dificultad que proviene del proceso y regresión «in infinitum». La dificultad la encuentran sobre todo los que se dedican en profundidad a las ciencias experimentales y no están habituados al discurso metafísico. El razonamiento de Santo Tomás excluye en todas las «vías» el proceso «in infinitum», que es perfectamente aceptable en el ámbito de las ciencias que se regulan esencialmente por las matemáticas. Los procesos «in infinitum» ayudan incluso a mejorar el análisis de la realidad física, de la extensión y de los números. Dichos procesos contribuyen eficazmente a un mejor conocimiento de la realidad de este mundo. La noción de límite matemático, por ejemplo, implica el proceso «in infinitum». Dicho límite no es más que el valor al que nos aproximamos con diferencias cada vez menores, pero sin que terminemos de llegar jamás al mismo. Matemáticamente hablando es posible dividir un número indefinidamente por la mitad y realizar operaciones sin fin.
En pura física cabe también el regreso «in infinitum». Un hecho determinado puede ser explicado físicamente por otro hecho o por una situación anterior en un proceso sin fin. El proceso es posible mentalmente porque cualquier fenómeno físico puede ser explicado por otro precedente sin salirnos jamás del mundo. Es algo así como el pájaro que se mueve de un lado a otro indefinidamente sin salirse de la jaula. En la física moderna y en las ciencias lógico-matemáticas el proceso «in infinitum» es un hecho real no admitido por Santo Tomás en ninguna de las «vías». Ese rechazo constituye una de las piedras angulares de su argumentación y el escándalo de los que sólo saben pensar con categorías físico-matemáticas.
La aceptación moderna de los procesos «in infinitum» favorece el progreso de las ciencias experimentales dentro de su propio ámbito y de su propio objeto sin necesidad de recurrir a elementos o razones trascendentes al mundo físico. El recurso a Dios como medio de explicación de la realidad física es ajeno por completo al discurso rigurosamente científico en el sentido moderno más corriente de la palabra «ciencia». La posibilidad, por tanto, de explicar la máquina del cosmos siguiendo la metodología de las ciencias experimentales, incluye el proceso de una investigación sin fin sin necesidad de salirnos del mundo físico. Santo Tomás, por el contrario, deduce la necesidad de afirmar la existencia de Dios, previo el rechazo formal de los procesos «in infinitum».
No es difícil la respuesta a estas dificultades desde el punto de vista de Santo Tomás, el cual tenía una idea bastante clara de la legítima autonomía de las ciencias, de sus objetos y de sus limitaciones. El Aquinate no tiene nada en contra del legítimo proceso «in infinitum» reclamado por las ciencias dominadas por las matemáticas. Tal proceso es posible tratándose de subordinación de motores y causas «per accidens». Lo que ocurre es que Santo Tomás trata de subordinaciones «per se», lo que le coloca inmediatamente en el campo de la metafísica y de la analogía y no de la física y de las matemáticas. En el ámbito de la subordinación de motores y causas «per se», es decir, de la metafísica y de la analogía, si se aceptara el proceso «in infinitum», se perdería la inteligibilidad de la causalidad inmediata que perciben los sentidos y de la que se ocupa la física matemática. Los conceptos físicos, además, son unívocos. Los metafísicos, en cambio, son analógicos. Por eso la física matemática de suyo es incapaz de demostrar la existencia de Dios. El término del discurso matemático sobre el conocimiento físico del mundo es siempre unívoco por relación al objeto material del conocimiento que obtenemos de la física. El presunto Dios de la física se identifica con el mundo mismo que constituye el objeto de la misma y sólo puede conducir a la idea de un Dios panteísta, es decir, unívocamente idéntico a la materia y al cosmos, cuya razón de ser última tratamos de averiguar.
El término de las «vías» tomistas, por el contrario, es analógico y sólo comprensible en un nivel determinado de abstracción mental. Para comprender el alcance y sentido de las «vías» hay que superar la mentalidad exclusivamente formada a base de la aplicación de las matemáticas al campo de la física. El rechazo tomasiano del proceso «in infinitum» es una exigencia del discurso rigurosamente metafísico, en el que se busca la inteligibilidad de las razones últimas del mundo y de la vida y no sólo de su entramado material sensible y matemáticamente mensurable. Creo que ni Santo Tomás tiene nada en contra de los presupuestos de la física moderna ni ésta ofrece fundamento alguno decisivo contra el valor racional de las «vías» de Santo Tomás. Son dos niveles de pensamiento distintos. Ni las matemáticas demuestran la existencia de Dios ni la formulación de las «vías» pone en entredicho el objeto y la metodología propia con sus conclusiones de las ciencias experimentales y exactas.
La única dificultad seria proviene de la propia metafísica, la cual, como es bien sabido, a partir de Kant entró en una crisis profunda de la que no termina de recuperarse. Con la crisis de la metafísica se ha producido también la del principio de causalidad, que es otro de los pilares del discurso racional de las «vías» tomistas. Todas las doctrinas filosóficas que rechazan el principio de causalidad metafísica ponen en cuestión el presunto valor probativo de las «vías». La subjetivación de la causalidad, propugnada por David Hume, culmina en Kant y toca directamente al núcleo de la argumentación tomista de las «vías».
Es obvio que, si la metafísica no es más que una investidura psicológica sin base en la realidad extrasubjetiva, todo el edificio de las «vías» cae por su base. Se dice que la causalidad no es objeto de experiencia, sino una especie de habitud psicológica de acontecimientos unidos en nuestra mente. A ese fenómeno unitario psicológico lo llamamos causalidad. Pero es algo que no proviene de la experiencia de lo real, sino de la mera necesidad psicológica de unificación en la mente. La sustancia y la causalidad no serían más que ficciones mentales. Además, en el ámbito de la causalidad científica sólo se tiene en cuenta lo que es susceptible de verificación matemática. Es el campo de la materia bruta y de la sensibilidad. La causalidad científica moderna se agota en el estrecho recinto de los fenómenos kantianos. Pretender inferir la existencia de Dios de la consideración del universo al modo como un físico concluye del efecto a la causa, equivaldría a un paralogismo. Todo efecto supone una causa, pero del mismo orden. Por lo tanto, como queda dicho, no salimos del círculo de la naturaleza sensible y cuantificable. Negada la metafísica el entendimiento humano se encuentra con todas las puertas cerradas a la trascendencia. El discurso de las «vías» tomistas queda así fuera del contexto de las ciencias y éstas son incapaces de resolver el problema planteado sobre la existencia de Dios. Si se acepta su existencia, será por otras razones, ajenas al discurso científico propiamente dicho.
La corriente fenomenológica tampoco ha superado la dificultad derivada de la negación de la metafísica. La fenomenología describe los fenómenos con el fin de establecer las constantes e intuir desde ellas la esencia. Buscar las causas de las cosas equivaldría a una especie de «cosificación» que impediría ver la realidad en sí misma. Las pruebas tradicionales sobre la existencia de Dios merecen respeto por el mero hecho de haber sido defendidas por pensadores eminentes. Pueden resultar válidas para determinadas personas, pero de suyo no poseen valor probativo ninguno. La cuestión sobre Dios es un asunto personal y subjetivo. El intento mismo de probar su existencia de forma objetiva a base de aplicar el principio de causalidad conduciría a identificar a Dios con el mundo, ya que sólo se admite el principio de causalidad física en el orden fenomenológico. Ahora bien, esa idea de Dios es rechazada por los propios creyentes. Metafísicamente no tiene sentido objetivo la demostración de la existencia de Dios y las ciencias empíricas son de suyo incapaces de damos una idea de Dios aceptable por los creyentes.
Ha resultado así que con el rechazo de la metafísica y el progreso espectacular de las ciencias exactas, la cuestión sobre Dios ha quedado fuera del marco general de la cultura contemporánea. Los creyentes tienden a refugiarse en una fe demasiado emotiva sin suficiente fundamento racional y los científicos en la mera funcionalidad de los hechos. Por otra parte, como el mismo Tomás de Aquino enseña, la autoridad de la razón en teología pura ocupa el último lugar. Se comprende así que el estudio de las «vías» esté condenado al olvido. En el mejor de los casos se las acepta, pero con un alto grado de escepticismo sobre su presunto valor probativo.

6. Los dos grandes argumentos clásicos contra la existencia de Dios.

Hemos comenzado estas reflexiones hablando de un planteamiento emocional y otro científico del problema sobre la existencia de Dios. Pues bien, cuando Santo Tomás aborda en la Summa Theologiae la demostración metafísica de la existencia de Dios tiene en cuenta las dos dificultades, que fueron de todos los tiempos, pero que tienen especial relevancia en la actualidad. La primera es emocional y se refiere a la existencia del mal en el mundo. La segunda, inspirada en el desarrollo científico, se refiere a la presunta autosuficiencia de la naturaleza y del hombre. Parece como si, bien pensadas las cosas, Dios resultase ya un ente inútil, si no perjudicial. Si Dios existiese, no habría mal alguno. Pero constatamos que el mal existe. Es la dificultad emocional más fuerte que se ha invocado siempre para poner reparos a la presunta existencia de Dios como principio y fuente de bien.
A nivel estrictamente científico formula otra dificultad todavía más seria. Lo que pueden realizar pocos principios, no lo hacen muchos. Ahora bien, hay en la naturaleza principios capaces de realizar cuanto vemos y observamos en el mundo sin necesidad de recurrir a Dios. Las cosas naturales, en efecto, se reducen a su principio propio, que es la naturaleza, y las libres al suyo, que es el entendimiento y la voluntad humana. Por consiguiente, no hay por qué recurrir a Dios para nada.
Parece como si los éxitos de la ciencia moderna vinieran a confirmar los reparos emocionales de siempre contra la presunta existencia de Dios. Mientras el mal sigue existiendo la ciencia avanza espectacularmente en el dominio de la naturaleza en general y del hombre en particular. Pensando en los avances de la astronomía, de la astrofísica, de la bioquímica y de la biogenética humana, se comprende hasta cierto punto el fenómeno de la autosuficiencia humana como tentación intelectual. El hombre culto moderno se persuade cada vez más de que los secretos de la vida y de la muerte pueden quedar algún día sometidos al dominio exclusivo del hombre.
A medida que se afirma la conciencia histórica del hombre con el apoyo de los logros científicos, cunde la idea de que los problemas del dolor y del sentido de la vida al estilo clásico deben quedar relegados a la esfera de las emociones y de la vida privada como paréntesis de espera rigurosa hasta que el futuro científico termine de despejar todas las incógnitas. Con el desciframiento del genoma humano la esperanza en la ciencia se ha disparado de tal forma que muchos están convencidos de que el creer en Dios puede seguir siendo saludable como terapia para el creyente, pero no como afirmación o testimonio de su existencia. Tradicionalmente los más sensatos siempre pensaron que nuestra vida está en las manos de Dios. Con el desarrollo de la bioética se tiende a pensar que el futuro de nuestras vidas está en manos del hombre.
Santo Tomás tomó estas dificultades del pasado, pero las formuló con visión de profeta. Una vez demostrado que tiene que haber una causa primera responsable de los movimientos de la naturaleza, es obvio que nada hace la naturaleza al margen de ese agente superior. Igualmente lo que se hace deliberadamente, es preciso reducirlo a una causa superior al entendimiento y a la voluntad, ya que éstos son mudables y contingentes y lo mudable y contingente tiene su razón de ser en lo que de suyo es inmóvil y necesario. Por lo que se refiere a la cuestión del mal en el mundo, Santo Tomás proyecta su optimismo metafísico y libera el problema de su carga emotiva.
La razón entiende que la existencia del mal tiene que tener un sentido que nosotros hemos de encontrar desde la perspectiva de la grandeza de Dios y la condición humilde del hombre libre. Paradójicamente el mal existe y sólo en Dios el hombre encuentra consuelo. El hombre es poderoso pero no lo sería si Dios no lo hubiera hecho a su imagen y semejanza. El pez se muerde la cola. ¿Cómo podría existir el mal si no existiera un referente supremo de bien al que denominamos Dios? ¿Cómo podríamos los hombres progresar sin haber sido dotados de inteligencia por otra inteligencia superior a la que denominamos Dios? A poco que reflexionemos fácilmente llegamos a la conclusión de que usando mejor la razón y poniendo orden en nuestros sentimientos se consiguen mejores resultados que obcecándonos en la exclusión de Dios del banquete de nuestra felicidad siguiendo los cánones de la cultura dominante.

7. Valor de las «vías» tomistas sobre la existencia de Dios.

Para los que piensan con categorías exclusivamente matemáticas y para los que niegan el valor objetivo del discurso metafísico las «vías» tomasianas carecen por completo de valor. Las únicas ciencias que podrían encontrar algún interés en ellas por su repercusión social en el pasado y el influjo subjetivo que sigue teniendo la aceptación de la existencia de Dios, son la sociología, la psicología y la psiquiatría. Hay quienes interpretan la religiosidad como un factor traumatizador. Para otros constituye un recurso catártico que alivia las tensiones de la vida. Hay quienes, con gran sentido pragmático, opinan que, aunque no haya verdaderas razones para creer en Dios, es útil vivir como si realmente existiera. Frente a este estado de opinión quisiera concretar algunos puntos sobre el verdadero sentido de las «vías», según el propio Santo Tomás. Expresaré después mi propio punto de vista personal sobre el valor de las mismas.
Digamos, en primer lugar, que Santo Tomás no acepta la existencia de Dios por mero pragmatismo sino porque hay razones fundadas para ello. Está convencido de que las «vías» prueban o demuestran lo que se proponen. Admitido el valor real de la experiencia sensible, e! valor objetivo del correcto discurso metafísico y el principio de causalidad metafísica, la deducción de la existencia de Dios tiene pleno sentido, si bien hay que precisar su verdadero alcance. En tal orden de cosas cabe hacer las siguientes observaciones.
Desde el punto de vista de nuestro conocimiento la afirmación “Dios existe” no es evidente al hombre. Más bien es una afirmación confusa implícita en el deseo natural de felicidad, que los hombres tratan de satisfacer en objetos e ideales muy diversos, a veces contradictorios. El hombre no nace creyendo en Dios. La noción de Dios aparece después con el desarrollo de la personalidad y bastante condicionado en la mayoría de los casos por el contexto familiar y la cultura dominante.
Sin embargo, la existencia de Dios puede ser demostrada aplicando el principio de causalidad metafísica a la observación realista de los efectos que son producidos por principios que comunican ser. Esos principios que generan la dependencia en el ser se llaman causas. Cualquier efecto puede ser motivo racionalmente válido para iniciar un discurso en busca de su causa adecuada. Se impone después la necesidad de una reflexión ulterior complementaria, que es la que nos pone en condiciones de poder afirmar que, efectivamente, Dios existe.
Lo que inmediatamente demuestran o ponen de manifiesto las «vías» no es la existencia de Dios, sino la necesidad de que exista alguna causa primera sobre la cual pueda descansar la inteligibilidad última de los fenómenos observados en el mundo sensible. Esa inteligibilidad es la que garantiza a la inteligencia el reposo sapiencial al que naturalmente aspira, una vez que se ha iniciado el proceso inquisitivo de pesquisa intelectual a partir de la constatación de realidades «efectuadas». La mera definición descriptiva, funcional o matemática de los efectos observados produce en la inteligencia una ansiedad, que sólo podemos tranquilizar remontándonos a la esfera de la trascendencia y de la inmaterialidad inteligible. Las ciencias particulares como tales no son aptas para demostrar la existencia de Dios. Esta ardua empresa corresponde por derecho propio a la metafísica, en la que la inteligencia busca el por qué último o sapiencial de las cosas, de las cuales las ciencias particulares sólo describen su estructura material. Estas aseguran la constatación y cuantificación de los hechos procedentes del devenir causal. Pero sólo en la metafísica la inteligencia humana encuentra la inteligibilidad radical de toda causalidad.
La conclusión inmediata de las cuatro primeras «vías» es que, por encima de los fenómenos naturales, tiene que existir ALGO que dé sentido pleno al ser y a la vida. Un ALGO único al que la razón humana puede acceder por diversos caminos. La diversidad de esos caminos o «vías» se dice por relación a nuestro conocimiento humano y no por relación a la realidad en sí misma de lo que significa la palabra Dios. La conclusión inmediata de la quinta «vía» sugiere la idea de que ese ALGO es, además, ALGUIEN, ya que la primera causa del orden y de la teleología que constatamos en el universo, debe ser una Inteligencia rectora universal. La argumentación de la quinta vía apunta hacia la idea de que Dios es un ser personal distinto del mundo.
La argumentación de las «vías» es rigurosamente metafísica y en ella aplica SantoTomás la teoría aristotélica del acto y la potencia, del principio de causalidad metafísica y la analogía. Quienes discurren con mentalidad «operacionista», que es la que predomina en las ciencias físico-matemáticas, con una idea reducionista del principio de causalidad y sin sentido analógico, están en las peores condiciones para comprender el verdadero mensaje humano del texto tomista de las «vías».
En la formulación de las «vías», Santo Tomás presupone la legítima autonomía de las ciencias por razón de sus objetos formales y de su metodología propia. Presupone igualmente el realismo del conocimiento humano metafísico. Dios no es objeto propio de la metafísica, pero tampoco puede excluir «a priori» la cuestión de su eventual existencia, una vez iniciada la búsqueda de la «inteligibilidad» radical del fenómeno real de la causalidad en el mundo.
El Aquinate reduce todas las dificultades imaginables contra la existencia de Dios a dos fundamentales. La primera es de orden emocional fundada en el sentimiento de que la existencia de Dios debería hacer desaparecer automáticamente los males del mundo. La segunda se basa en el principio de autosuficiencia del mundo y del hombre. Es de una actualidad creciente y halaga a muchos de los pensadores modernos.
Las «vías» son presentadas por Santo Tomás como caminos diversos de la mente para llegar a la afirmación racional de la existencia de Dios. Pueden ser tantos cuantos efectos observables se tomen como punto de partida en la búsqueda racional de la inteligibilidad última del fenómeno de la causalidad subordinada «per se», que constatamos en la naturaleza. Más que cinco pruebas distintas las «vías» son como cinco caminos reales que conducen al mismo puerto o término final por diversos puntos de la geografía de la realidad. Se puede hablar de cinco vías y de una única prueba, como de varios caminos que conducen a la misma ciudad. O de calles distintas que nos introducen por puertas diversas en la plaza mayor de la ciudad. Primero se llega a lo que podíamos llamar la «capital central» del país de las causas. Después, mediante una deducción supletoria, se completa el trayecto hasta llegar al «edificio central o de gobierno del ser, del mundo y de la vida». Las cinco «vías» están tomadas del orden cósmico siendo sometidas al rigor de la lógica aristotélica y de las cuatro causas. Santo Tomás ha prescindido de otros posibles puntos de partida. Son argumentos esencialmente cosmológicos y metafísicos al mismo tiempo dejando la puerta abierta a otros puntos de partida para llegar al mismo término, que es la aceptación humana de la existencia de Dios como fuente del ser y de la vida.

8. Matizaciones finales.

Históricamente hablando la formulación de las «vías» tomasianas son una superación de la teología natural de los griegos. La primera, segunda, cuarta y quinta fueron esbozadas por Platón. La primera, cuarta y quinta fueron desarrolladas por Aristóteles con sentido más realista de acuerdo con los principios de su sistema. Santo Tomás considera la vía del movimiento como la más clara. Históricamente, sin embargo, la más aceptada y convincente ha sido la quinta, que se toma del orden del mundo. Tomadas en conjunto puede decirse que no ha habido en la historia del pensamiento filosófico un intento de tecnificación racional de las pruebas de la existencia de Dios como el realizado por Santo Tomás. El texto de las «vías» es una pieza de antología metafísica capaz de atraer la atención de los talentos filosóficos más exigentes. Su interés actual está condicionado por la permanente crisis del uso de la razón metafísica
Teológicamente la formulación de las «vías» en el frontispicio de la Summa tiene un valor didáctico evidente y puede considerarse como una apelación a la razonabilidad teológica como alternativa al fideísmo como abuso o mal uso de la fe cristiana, y al racionalismo como abuso o mal uso de la razón humana. La influencia cultural y social de la fe cristiana en la sociedad medieval europea favoreció la opinión de que la existencia de Dios es algo claro y manifiesto que no necesita de ninguna demostración. Contra ésa opinión generalizada Santo Tomás creyó oportuno recordar ya desde el principio de la Summa que la existencia de Dios no es algo evidente para el hombre. Es algo tan confuso como la felicidad, que todo el mundo busca, pero que pocos aciertan a dar con ella donde realmente se encuentra.
A los teólogos les recuerda que la fe es un don de Dios. Quienes carezcan de él, tendrán que valerse por sus propios medios para dar sentido a su vida. Nadie nace conociendo la existencia de Dios, pero sí con la capacidad metafísica de encontrarle en el curso de la vida a base de razones, que pueden ser de orden sobrenatural (la fe cristiana) o simplemente racional. Muchos hombres tienen que resolver el problema de Dios usando la linterna de su inteligencia, la cual, aunque brille el sol de la fe, ni se apaga ni pierde su capacidad luminosa, aunque sea débil. Esa luz débil, pero efectiva, es la que se manifiesta en los razonamientos de las «vías».
Para Santo Tomás el ontologismo respecto de nuestro conocimiento de Dios es una ilusión y el tradicionalismo una deserción de la razón. La fe no es creer por creer. Hay razones objetivas para ser creyentes. En el otro extremo está el racionalismo al que el Aquinate sale al paso recordando que existe un orden de realidades que trascienden a la capacidad natural cognoscitiva de la inteligencia humana y al objeto propio de las ciencias experimentales y filosóficas. El creyente debe razonar los motivos de su fe y el científico debe razonar con fe. O dicho de otro modo, hay que creer razonablemente y razonar con fe. La formulación de las «vías» en la Summa equivale a una opción por la razonabilidad teológica contra el posible abuso de la fe (fideísmo), que era la tendencia de su tiempo, y el abuso de la razón aplicada a la ciencia (racionalismo), que es el vicio de nuestro tiempo.
El contenido de las «vías» sobre Dios puede decirse que, respecto de la filosofía griega, es bastante elevado. Pero por relación a la idea de Dios que tenía Santo Tomás por la revelación cristiana, es realmente pobre. De donde se infiere que tanto se equivocan los que magnifican y exageran el valor probativo de las «vías» como los que se empeñan en descalificadas por completo desde presupuestos científicos y filosóficos ajenos a los que utiliza Santo Tomás para fundamentar racionalmente sus argumentos.
Desde el punto de vista de la filosofía pura la mentalidad «operacionista» reinante es alérgica a los razonamientos que se hacen en las «vías». Pero ello es sólo un fenómeno subjetivo que no afecta para nada al contenido objetivo de las mismas. Una vez puesto en marcha el discurso racional sobre la razón de ser última del acontecer del mundo y de la vida, la cuestión sobre Dios aparece ineludiblemente en el contexto de la causalidad. Para Santo Tomás no tienen sentido ninguno los prejuicios contra la objetividad de los razonamientos metafísicos debidamente formulados. En consecuencia, puede decirse que la aceptación de la existencia de Dios es una postura humana más razonable que la del ateo y mucho más aún que la del agnóstico, que ni siquiera acepta el planteamiento del problema. El creyente tiene más razones para creer en Dios que el ateo para negar su existencia. El ateo y el científico podrán tener razones subjetivas comprensibles desde el punto de vista del desarrollo psicológico de la personalidad y de las situaciones personales concretas de ciertas personas. Pero jamás podrán demostrar con razones objetivas ciertas que la no existencia de Dios es más probable que su aceptación.
Las «vías» son para Santo Tomás la demostración filosófica del texto de Rom. 1,20, en el que se nos recuerda que lo «invisible de Dios se alcanza a conocer por lo que ha sido hecho». Demostración que se hace con categorías aristotélicas, pero en función de datos innegables suministrados por la experiencia sensible. La única objeción sería contra el valor probativo de las «vías», tal como Santo Tomás las formuló, se basa únicamente en la negación del valor de toda reflexión metafísica. Lo cual, es más fácil de decir que de demostrar, por más que sea una actitud generalizada en el contexto de la filosofía dominante y más influyente en la opinión pública filosófica.
Pasando al campo de las ciencias modernas propiamente dichas es obligado reconocer que las «vías» presuponen una gran estima por el conocimiento experimental como fuente objetiva y segura de saber. Cada una de ellas parte de un hecho de experiencia sensible de cuyo valor no se puede dudar. Presuponen además el valor de la inducción, la autonomía de las ciencias particulares y la coherencia entre experiencia sensible y el discurso racional filosófico. La necesidad racional de afirmar el término de cada una de ellas se impone exactamente cuando nos vemos en la circunstancia de negar el dato experimental o punto de partida, si no aceptamos el resultado final del discurso metafísico.
Nunca podríamos deducir que Dios existe si esta afirmación no encontrara apoyo sólido en los datos que nos suministra la experiencia y el conocimiento científico. El tránsito discursivo de la univocidad de las experiencias sensibles a la metafísica es posible sólo gracias a la analogía. El término de un proceso científico riguroso en el sentido moderno de la palabra es siempre univoco respecto del punto de partida. Por el contrario, el término de un discurso estrictamente filosófico bien llevado debe ser analógico. Por lo tanto, Dios, en cuanto término final del proceso demostrativo racional, no puede ser de la misma naturaleza que el punto de partida, sino esencialmente distinto. De ahí el que todo intento de demostrar la existencia de Dios desde el ámbito exclusivo de las ciencias experimentales reguladas por la cuantidad física y la exactitud matemática ha de ser descartado por inútil e inadecuado. Las ciencias experimentales por sí solas son tan incapaces de demostrar la existencia de Dios como carecen de fundamento objetivo para negarla. El metafísico, en cambio, encuentra en ellas los fundamentos con los cuales construye el edificio racional analógico de su verdadera demostración.
La existencia de Dios, según Santo Tomás, no es evidente para los hombres, pero se puede demostrar partiendo de los efectos sensibles que observamos en la naturaleza siguiendo un razonamiento estrictamente metafísico y analógico. Las cinco famosas «vías» son cinco intentos racionales de llegar a Dios, que no excluyen la posibilidad de otros. En la opinión del propio Santo Tomás el resultado final de las «vías» es sumamente modesto, pero objetivo y real. Que Dios realmente existe es una conclusión complementaria e implícita en el término de cada una de las vías. El progreso moderno de las ciencias no parece ofrecer dificultades serias al valor probativo de las «vías», tal como Santo Tomás las entiende. Incluso cabe decir que refuerzan el punto de partida, con lo cual se potencia aún más la fuerza de la argumentación tomista.

9. Palabras testimoniales.

Para terminar estas matizaciones me parece oportuno transcribir literalmente un texto de Juan Pablo II (julio 1985) en el que reflexiona sobre las pruebas de la existencia de Dios en general reflejando la mentalidad tomista derivada de las «vías». Este es el texto íntegro: «Cuando nos preguntamos: ¿Por qué creemos en Dios?, la primera respuesta es la de nuestra fe. Dios se ha revelado a la humanidad, ha entrado en contacto con los hombres. La suprema revelación de Dios se nos ha dado en Jesucristo, Dios encarnado. Creemos en Dios porque Dios se ha hecho descubrir por nosotros como el Ser supremo, el gran Existente.
Sin embargo, esa fe en un Dios que se revela encuentra también un apoyo en los razonamientos de nuestra inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que no faltan las pruebas de la existencia de Dios. Estas han sido elaboradas por los pensadores bajo forma de demostraciones filosóficas, de acuerdo con la concatenación de una lógica rigurosa. Pero pueden revestir también una forma más sencilla y, como tales, son accesibles a todo hombre que trata de comprender lo que significa el mundo que lo rodea.
Cuando se habla de pruebas de la existencia de Dios debemos subrayar que no se trata de pruebas de orden científico-experimental. Las pruebas científicas, en el sentido moderno de la palabra, valen sólo para las cosas perceptibles por los sentidos, puesto que sólo sobre éstas pueden ejercitarse los instrumentos de investigación y de verificación de que se sirve la ciencia. Querer una prueba científica de Dios significaría rebajar a Dios al rango de los seres de nuestro mundo, y, por tanto, equivocarse ya metodológicamente sobre aquello que Dios es. La ciencia debe reconocer sus límites y su impotencia para alcanzar la existencia de Dios: ella no puede ni afirmar ni negar esta existencia.
De ello, sin embargo, no debe sacarse la conclusión de que los científicos son incapaces de encontrar, en sus estudios científicos, razones válidas para admitir la existencia de Dios. Si la ciencia como tal no puede alcanzar a Dios, el científico, que posee una inteligencia cuyo objeto no está limitado a las cosas sensibles, puede descubrir en el mundo las razones para afirmar la existencia de un Ser que lo supera. Muchos científicos han hecho y hacen este descubrimiento. Aquel que, con un espíritu abierto, reflexiona en lo que está implicado en la existencia del universo, no puede por menos de plantearse el problema del origen. Instintivamente cuando somos testigos de ciertos acontecimientos, nos preguntamos cuáles son las causas. ¿Cómo no hacer la misma pregunta para el conjunto de los seres y de los fenómenos que descubrimos en el mundo?
Una hipótesis científica como la de la expansión del universo hace aparecer más claramente el problema: si el universo se halla en continua expansión, ¿no se debería remontar en el tiempo hasta lo que se podría llamar el «momento inicial», aquel en el que comenzó la expansión? Pero sea cual fuere la teoría adoptada sobre el origen del universo, la cuestión más fundamental no puede eludirse. Este universo en constante movimiento postula la existencia de una Causa que, dándole el ser, le ha comunicado ese movimiento y sigue alimentándolo. Sin tal Causa suprema el mundo y todo movimiento existente en él permanecerían «inexplicados» e «inexplicables», y nuestra inteligencia no podría estar satisfecha. El espíritu humano puede recibir una respuesta a sus interrogantes sólo admitiendo un Ser que ha creado el mundo con todo su dinamismo, y que sigue conservándolo en la existencia.
La necesidad de remontarse a una Causa suprema se impone todavía más cuando se considera la organización perfecta que la ciencia no deja pe descubrir en la estructura de la materia. Cuando la inteligencia humana se aplica con tanta fatiga a determinar la constitución y las modalidades de acción de las partículas materiales, ¿no es inducida, tal vez, a buscar el origen en una inteligencia superior, que ha concebido todo? Frente a las maravillas de lo que se puede llamar el mundo inmensamente pequeño del átomo, y el mundo inmensamente grande del cosmos, el espíritu del hombre se siente totalmente superado en sus posibilidades de creación e incluso de imaginación, y comprende que una obra de tal calidad y de tales proporciones requiere un Creador, cuya sabiduría trascienda toda medida, cuya potencia sea infinita.
Todas las observaciones concernientes al desarrollo de la vida llevan a una conclusión análoga. La evolución de los seres vivientes, de los cuales la ciencia trata de determinar las etapas, y discernir el mecanismo, presenta una finalidad interna que suscita la admiración. Esta finalidad que orienta a los seres en una dirección, de la que no son dueños ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su inventor, el creador.
La historia de la humanidad y la vida de toda persona humana manifiestan una finalidad todavía más impresionante. Ciertamente el hombre no puede explicarse a sí mismo el sentido de todo lo que le sucede, y por tanto debe reconocer que no es dueño de su propio destino. No sólo no se ha hecho él a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera el poder de dominar el curso de los acontecimientos ni el desarrollo de su existencia. Sin embargo, está convencido de tener un destino y trata de descubrir cómo lo ha recibido, cómo está inscrito en su ser. En ciertos momentos puede discernir más fácilmente una finalidad secreta, que transparenta de un concurso de circunstancias o de acontecimientos. Así, está llevado a afirmar la soberanía de Aquel que le ha creado y que dirige su vida presente. Finalmente, entre las cualidades de este mundo que impulsan a mirar hacia lo alto está la belleza. Ella se manifiesta en las multiformes maravillas de la naturaleza; se traduce en las innumerables obras de arte, literatura, música, pintura, artes plásticas. Se hace apreciar también en la conducta moral: ¡hay tantos buenos sentimientos, tantos gestos estupendos!. El hombre es consciente de «recibir» toda esta belleza, aunque con su acción concurre a su manifestación. Ella descubre y la admira plenamente sólo cuando reconoce su fuente, la belleza trascendente de Dios.
A todas estas «indicaciones» sobre la existencia de Dios creador, algunos oponen la fuerza del acaso o de mecanismos propios de la materia. Hablar de acaso para un universo que presenta una organización tan compleja en los elementos y una finalidad en la vida tan maravillosa significa renunciar a la búsqueda de una explicación del mundo como nos aparece. En realidad, ello equivale a admitir efectos sin causa. Se trata de una abdicación de la inteligencia humana que renunciaría así a pensar, a buscar una solución a sus problemas. En conclusión, una infinidad de indicios empuja al hombre, que se esfuerza por comprender el universo en que vive, a orientar su mirada hacia el Creador. Las pruebas de la existencia de Dios son múltiples y convergentes. Ellas contribuyen a mostrar que la fe no mortifica la inteligencia humana, sino que la estimula a reflexionar y le permite comprender mejor todos los «porqués» que plantea la observación de lo real”.
Una vez llegados al uso de la razón, la pregunta sobre la existencia de Dios surge naturalmente cuando los problemas de la vida nos apremian y es inútil querer obviar la cuestión engañándonos a nosotros mismos. O nos empleamos a fondo en la búsqueda de una respuesta razonable o perderemos el tiempo huyendo de nuestra propia sombra hasta tropezar y caer en el precipicio de la muerte como un animal cualquiera. Por más que en ocasiones tengamos la impresión de que Dios está sordo o no quiere ocuparse de nosotros, es más razonable contar con El en los asuntos de la vida que pasar de largo. Las personas razonables pueden tener buenos motivos para no creer en una determinada fe religiosa de Dios. Pero nunca excusas razonablemente válidas para pensar que no existe. Las personas inteligentes y razonables no tienen vergüenza en reconocer que la cuestión es difícil y que no han encontrado la respuesta adecuada a este gran interrogante. Pero nunca dicen arrogantemente que Dios no existe y respetan a quienes están convencidos de su existencia. Veamos ahora cómo llegó S. Agustín a la misma convicción. Es otro planteamiento del problema que contrasta felizmente con el planteamiento tomasiano del que termino de describir.

10. Las “vías agustinianas”. Dios existe y puede ser descubierto.

El problema de Dios en S. Agustín debe ser tratarlo a partir de su propia evolución interior hacia el descubrimiento intelectual de las realidades del espíritu. En S. Agustín el encuentro personal con Dios es mucho más importante que las pruebas racionales de su existencia. Se ha dicho con razón que S. Agustín se convirtió antes a la filosofía que al cristianismo. En efecto, después de haber pasado por una adolescencia y juventud azarosa y desorientada empezó a sentir los primeros síntomas de fatiga psicológica y a caer en el vacío de la angustia interior. Fue en esta situación crítica cuando, siguiendo el orden pedagógico establecido en las Institutiones oratoriae de Quintiliano, tuvo su primer encuentro feliz con la filosofía. Dice que tropezó con un libro de Cicerón cuyo lenguaje casi todo el mundo admiraba, aunque no su doctrina. Este libro es el Hortentius, cuya lectura causó profundo impacto en el joven Agustín induciéndole hacia la sabiduría y los valores espirituales. Porque no era ya el estilo admirable de Cicerón lo que le subyugaba, sino el contenido mismo de la obra. Ese sorprendente contenido era la sabiduría, es decir, aquello que los griegos llamaban filosofía. “Semejante libro –escribe- cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente me pareció vil toda esperanza vana y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti. Porque no era para pulir el estilo —que es lo que parecía debía comprar yo con los dineros maternos en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi padre—: no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocuencia lo que a ella me incitaba, sino lo que decía. Cómo ardía, Dios mío, en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas». Así en Las Confesiones.
En los años maduros (De Trinitate, 14) Agustín recordó con agrado aquella feliz invitación ciceroniana a la filosofía. «Encarece Cicerón, al finalizar su diálogo El Hortensio, esta sabiduría contemplativa, que, en mi sentir, las Escrituras llaman sabiduría, distinta de la ciencia propia del hombre, si bien no la tiene de su cosecha, pues la recibe de aquél cuya participación hace sabia al alma racional e intelectiva». El Hortensius de Cicerón se perdió y sólo sabemos de tan preciada obra por S. Agustín, el cual nos ha transmitido párrafos sueltos. En este mismo lugar tenemos una cita textual en los términos siguientes: «Nosotros, dice, (Cicerón en el Hortentius) día y noche meditamos estas cosas y ejercitamos nuestra inteligencia y velamos para no dejarla embotarse. Es decir, vivimos en el campo de la filosofía, y, por ende, tenemos gran esperanza, porque, si esto que sentimos y gustamos es caduco y mortal, cumplidos los deberes humanos, nos será grato el ocaso y la muerte no nos parecerá hosca, sino quietud dulce de la vida, o si, como plugo a los antiguos filósofos entre los más insignes e ilustres, poseemos un alma inmortal y divina, se ha de creer que cuanto más hayan progresado en su carrera, esto es, en razón y deseo de saber, y cuanto menos se hayan enredado y mezclado en los vicios y errores, tanto más fácil será su ascenso y su entrada en el cielo». Hasta aquí la cita textual agustiniana del Hortentius de Ciecerón. Pero a renglón seguido transcribe el epílogo, que es el siguiente: «Así, pues, para terminar esta discusión, ora ansiemos un ocaso tranquilo tras una vida consagrada al trabajo, ora pasemos, sin intervalo de tiempo de esta vida a la otra, sin duda mejor, nosotros hemos de poner todos nuestros afanes y nuestra diligencia en estos estudios». A cuyo texto ciceroniano S. Agustín añade el siguiente comentario: «Admira que un hombre dotado de tan preclaro ingenio prometa un ocaso feliz, al finalizar la carrera humana, a los hombres que pasan su vida entregados al estudio de la filosofía, a quienes hace felices la contemplación de la verdad, si esto que sentimos y paladeamos es mortal y caduco: como si muriese y se extinguiese lo que no amamos, o mejor, lo que entrañablemente odiamos, para que su reino sea para nosotros agradable placer. Mas esto no lo aprendió, prosigue S. Agustín, de aquellos filósofos a quienes encomia con palabras de gran alabanza, sino que tomó esta sentencia de la Nueva Academia, donde aprendió a dudar hasta de las verdades más evidentes. De aquellos filósofos, preclaros y excelsos, según él confiesa, aprendió que las almas son inmortales. Con esta exhortación se inflamarán los ánimos eternos, para que les sorprenda en plena carrera el ocaso de la vida, es decir, animados por un noble deseo de saber, y así cada vez menos se mezclen y enreden en los vicios y errores de los mortales, siéndoles entonces más fácil su retorno a Dios. Pero esta carrera, que consiste en el amor e investigación de la verdad, no basta a los que son miserables, esto es, a los hombres que, si poseen la ciencia, no tienen fe en el Mediador; aserto éste que traté de probar, según mis fuerzas, en los libros precedentes de esta obra, principalmente en el IV y XIII».
Es obvio que S. Agustín se sintió muy aliviado interiormente con el encuentro de esta obra ciceroniana actualmente desconocida. En la filosofía descubrió una nueva dimensión de la realidad que apuntaba hacia el mundo del espíritu y de los problemas esenciales de toda vida humana, cual es el problema del más allá, del mal, de la felicidad y de la muerte, en tomo a los cuales surge inexorablemente el problema sobre Dios, que era el caballo agustiniano de batalla por aquellas calendas.
La creciente desilusión de su pasado personal así como la curiosidad cultural por descifrar el significado real del nombre de Cristo, que tantas veces había oído pronunciar a su madre, eran los datos más importantes de reflexión de que disponía por entonces. Cicerón sembró en él una profunda inquietud por nuevos aspectos de la realidad, pero en el Hortensius no aparecía para nada ni siquiera el nombre de Cristo. Movido por esta inquietud nueva se decidió a leer la Biblia, pero no soportó aquel estilo literario, acostumbrado como estaba a las exquisiteces ciceronianas: «Mas entonces —escribe el Hiponense—, como aún no conocía yo el consejo del Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación el que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría misma, dondequiera se encontrase. Sólo una cosa me resfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, el de mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo”.
En consecuencia se decidió a leer la Biblia. Un nuevo progreso y otra desilusión más: “En vista de ello, continúa, decidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal eran... Sin embargo, al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio”. Esta desilusión estética y sentimental le precipitó en el maniqueísmo, en el que militó con poco o ningún convencimiento durante nueve años. La temática típicamente maniquea versaba preferentemente sobre la naturaleza de Dios, el problema del mal, la poligamia, la sexualidad, el homicidio y la mística. Temas todos ellos fascinantes para un hombre en crisis como era Agustín.
Profundamente perturbado por el planteamiento maniqueo de estas importantes cuestiones, se cegó psicológicamente en la materia y en el mundo de la imaginación. Sólo percibía cuerpos y fantasmas. Agustín, al igual que infinidad de hombres interiormente atormentados, empezó a buscar refugio en el arte y la estética. Refiriéndose a su obra primogénita De pulcro et apto, dice que no acertaba a encontrar la clave para hallar una solución razonable al problema del mal, cayendo siempre en la grosería de la corporeidad. Más aún. Cuando intentó explicar allí por primera vez la naturaleza del alma, el concepto que tenía de spiritualibus, dice, le incapacitaba totalmente para ver con claridad. Sólo se daba cuenta de las figuras, de los colores y de la magnitud física: «Mas no acertaba, escribé, a ver la clave de tan grande cosa en tu arte, ¡oh Dios omnipotente!, obrador único de maravillas, y así íbase mi alma por las formas corpóreas y definía lo hermoso diciendo que era lo que convenía consigo mismo, y apto, lo que convenía a otro, lo cual distinguía, y definía y confirmaba con ejemplos materiales. Pasé de aquí a la naturaleza del alma, pero la falsa opinión o concepto que tenía de las cosas espirituales no me dejaba ver la verdad. La misma fuerza de la verdad se me echaba a los ojos y tenía que apartar la mente palpitante de las cosas incorpóreas hacia las figuras, los colores y las magnitudes físicas; y como no podía ver éstas con el alma, juzgaba que tampoco era posible que viese mi propia alma”.
Concebía el mal como una sustancia vital maligna. Y se la imaginaba como una mole negra, deforme y eterna. A veces como algo aéreo y perverso con autonomía propia y en continuo conflicto con Dios. Esto le parecía razonable, pues aunque Dios no fuese más que materia, sería incongruente hacerle responsable de los males que afligen al hombre. «Mas como yo amara, añade, en la virtud la paz y en el vicio aborreciese la discordia, notaba en aquélla cierta unidad y en éste una como división, pareciéndome residir en esta unidad el alma racional y la esencia de la verdad y del sumo bien, y en la división, no sé qué sustancia de vida irracional y la naturaleza del sumo mal, la cual no sólo era sustancia, sino también verdadera vida, sin proceder, sin embargo, de ti, Dios mío, de quien proceden todas las cosas. Y llamaba a aquélla mónada, como mente sin sexo; y a ésta díada, por ser ira en los crímenes y concupiscencia en la liviandad, sin saber lo que me decía. Porque no sabía aún ni había aprendido que ninguna sustancia constituye el mal, ni que nuestra mente es el sumo e inconmutable bien”.
Más adelante, en Las Confesiones, explica cómo se las arreglaba para hacerse una idea razonable sobre Dios y el mal: «De aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del mal era propiamente corpórea y de que era una mole negra y deforme; ya crasa, a la que llamaba tierra; ya tenue y sutil, como el cuerpo del aire, la cual imaginaban como una mente maligna que reptaba sobre la tierra. Y como la piedad, por poca que fuese, me obligaba a creer que un Dios bueno no podía crear naturaleza alguna mala, me imaginaba dos moles entre sí contrarias, ambas infinitas, aunque menor la mala y mayor la buena; y de este principio pestilencial se seguían los otros sacrilegios. Porque intentando mi alma recurrir a la fe católica, era rechazado, porque no era fe católica aquella que yo imaginaba... También me parecía mejor creer que no habías creado ningún mal —el cual aparecía a mi ignorancia no sólo como sustancia, sino como una sustancia corpórea, por no poder imaginar al espíritu sino como un cuerpo sutil que se difunde por los espacios— que creer que la naturaleza del mal, tal como yo la imaginaba, procedía de ti».
Tampoco comprendía que Dios pudiera ser una sustancia espiritual, es decir, algo distinto de la materia cuantificada, extensa y temporalmente ubicada en el espacio. Habituado a imaginar sólo cuerpos y masas llegó a pensar que Dios es algo mudable e imperfecto. Tal era su estado de ánimo entre los 25 y 26 años de edad, cuando redactaba con gran ilusión su obra estética De pulchro et apto amasando imágenes corpóreas fermentadas en su agitada sensibilidad. El encuentro con Aristóteles algún tiempo antes había agravado su estado de ánimo. Asegura que comprendió perfectamente las Categorías aristotélicas, pero confiesa que por aquella época de su vida no sacó provecho alguno ni del esfuerzo que hiciera por comprenderlas ni de su contenido.
Su desilusión del maniqueísmo, sin embargo, fue en aumento al tiempo que crecía su interés por la reflexión filosófica si bien con un acento escéptico de sabor ciceroniano. Le vino la idea, dice, de que tal vez los filósofos llamados académicos habían sido los más prudentes al establecer la duda como principio. Al menos así entendió él por entonces la filosofía académica, pues, de hecho, Agustín jamás llegó a dudar seriamente de que la verdad existe y de que es posible alcanzarla. Comenzó además a sentir gran repugnancia hacia el antropomorfismo, del que los maniqueos se servían para ridiculizar sarcásticamente a la Sagrada Escritura mediante una interpretación grosera y material del texto. Mas no por esto le parecía prudente abrazar el catolicismo, pues pensaba que también los católicos contarían con doctos dialécticos, que, con sagacidad y elocuencia podrían responder a todos sus argumentos. Comprendía que el catolicismo era invencible, pero no veía claro hasta qué punto se le podía considerar como vencedor. Esta impresión sobre el catolicismo la dedujo él de sus contactos con algunos cristianos en Milán, sobre todo, después de haber oído hablar allí al obispo Ambrosio. ¿Por qué esa indecisión para abandonar de una vez el maniqueísmo por el que sentía repugnancia y abrazar el catolicismo por el que sentía cada vez mayor simpatía? Su respuesta en las Confesiones es lapidaria: “Dirigí entonces todas las fuerzas de mi espíritu para ver si podía de algún modo, con algunos argumentos ciertos, convencer de falsedad a los maniqueos. La verdad es que si yo entonces hubiera podido concebir una sustancia espiritual, al punto se hubieran deshecho aquellos artilugios y los hubiera arrojado de mi alma; pero no podía».
No podía psicológicamente remontarse al plano de la reflexión (cogitare) en el cual es posible entender las realidades espirituales. Pensaba sobre sus experiencias, pero era incapaz de reflexionar sobre ellas. El hecho de no comprender cuál pudiera ser la condición de un ser netamente espiritual producía en él un estado de ánimo que se traducía a veces en agresividad y desprecio personal hacia los maniqueos. Tal estado de ánimo le precipitó en una vida azarosa y sin rumbo. Sólo se daba cuenta de los objetos imaginarios y materiales a un nivel de sentimiento e imaginación agravándose su desequilibrio emocional. Le parecía evidente que Dios exista y hasta se ocupe del género humano. Pero no alcanzaba a vislumbrar su naturaleza ni el camino seguro para llegar a El. Ni de lejos podía sospechar la existencia de una sustancia espiritual. “No acertaba yo entonces a imaginar, pero ni siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia espiritual». Imaginaba a Dios como un ser inmenso extendido por los espacios infinitos penetrando y abarcando la mole cósmica. Dios estaría presente en todo sin menoscabo de sí mismo al modo como la luz solar está presente en los cuerpos. Dividido en partículas, estaría presente en las cosas en proporción directa con la masa material.
Sólo después de haber leído ciertos libros platónicos, traducidos del griego al latín, fue capaz de intuir una síntesis en la cual el espíritu estuviese presente y una nueva luz para entender al cristianismo En De vita beata da a entender que se trataba de algunos escritos de inspiración platónica. Sea como fuere, aquella lectura le ayudó a comprender la existencia de realidades espirituales, lo que significó la conquista intelectual de la existencia del espíritu: «Y así desapareció de mí toda duda sobre la sustancia incorruptible, por proceder de ella toda sustancia». Este descubrimiento significó, sobre todo, el comienzo del desenlace feliz de su tragedia interior, que le venía desgarrando sentimental e intelectualmente en la búsqueda de una respuesta satisfactoria a los problemas sobre Dios, el alma y el mal, es decir, los problemas típicos que suelen agobiar a todo hombre en crisis. Una vez descubierto Dios en el horizonte de las realidades espirituales, S. Agustín comienza a expresarse en términos más emocionales que técnicos. De todos modos, la filosofía fue para él la superación definitiva del experimentalismo emocional y del simple pensar. La filosofía le adentró en el ámbito de la reflexión propiamente dicha en la que el hombre se define como tal y se abre al ámbito universal de la realidad, de la que no se puede caprichosamente excluir la realidad divina. Desde este momento culminante de la evolución interior de San Agustín se comprende mejor lo que diré a continuación.

11. Las razones del corazón para creer en Dios.

S. Agustín nunca dudó totalmente de la existencia de Dios ni siquiera en los momentos más angustiosos de su juventud. Siempre le pareció razonable admitirla. «Pocos hay tan impíos –dice en el Ser. 69- que verifiquen aquello de la Escritura: Dijo el necio en su corazón: “No hay Dios”. Esta demencia es rara. La piedad grande es de pocos, ciertamente, pero también es de pocos la gran impiedad». Dios no se ha escondido a nadie y todo ser racional normal puede encontrar a Dios a través de las criaturas. De hecho, si se exceptúa una minoría poco autorizada, el género humano ha reconocido siempre la existencia de Dios. Unos con más lucidez y otros con menos.
Para percatarnos de su existencia basta una sencilla y sensata reflexión. «Dios es el juez de tus iniquidades, escribe sobre el salmo 79. Y si Dios es el juez, se halla presente en todas partes. ¿A dónde te ocultarás de su vista de suerte que hables algo que El no pueda oírte? Si Dios juzga en el oriente, apártate al occidente, y di lo que quieras contra Dios; si juzga en occidente, huye al oriente y habla allí; si juzga en los desiertos de los montes, preséntate en medio de los pueblos donde murmures. Desde ningún lugar juzga el que en todos está oculto y presente en todos. Aquel a quien nadie puede conocer como es en sí mismo y a nadie se le permite ignorarle... No pienses que Dios ocupa lugares. El se muestra contigo tal cual eres... bueno, si eres bueno, pero te parecerá malo si eres malo. Será auxiliador si eres bueno y sancionador si eres malo. En tu corazón tienes al juez. Queriendo ejecutar algo malo, te apartas del público y te escondes en tu casa, en donde no te vea ningún enemigo. Observas que desde algún lugar de tu casa te ven, te alejas de allí y te encaminas al dormitorio; temes ser visto en el dormitorio, entras en tu corazón y hablas allí. El está más dentro de tu corazón; adondequiera que huyeres, allí está El. ¿Adónde vas huyendo de ti? ¿Por ventura no te sigues adondequiera que huyas? Siendo El más interior que tú mismo a ti, no hay lugar a donde huyas del Dios airado si no es al Dios aplacado. En absoluto no hay otro lugar a donde huir. ¿Quieres huir de El? Huye a El. Luego no habléis inicuamente contra Dios ni allí en el corazón donde habláis». La existencia de Dios para S. Agustín no es propiamente una tesis teológica formulada para ser demostrada sino una realidad que se vive en la esperanza o en la posesión. El la vivió en ambos niveles profundamente y en ningún momento se propuso elaborar unas pruebas técnicas o científicas en el sentido moderno del término, pero en sus escritos hay elementos o pautas suficientes para formular argumentos racionales o pruebas convincentes de la existencia de Dios.
La primera es denominada vía del alma. En las Confesiones comienza preguntando a las cosas exteriores si ellas son Dios. La respuesta categórica es que no. Las cosas del mundo no son Dios. Este ha de ser buscado por encima de la creación. Dios existe. Pero ¿quién es o dónde está? «Pregunté a la tierra y me dijo: ”No soy yo”; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: “No somos tu Dios; búscale sobre nosotros”. Interrogué a las auras que respiramos, y el aire de todo, con sus moradores, me dijo: “Engáñase Anaxímenes: Yo no soy tu Dios”. Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. “Tampoco somos nosotros el Dios que buscas”, me respondieron.
Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: “Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él”. Y exclamaron todas ellas con grande voz: “El que nos ha hecho”. Mi pregunta era mi mirada y su respuesta su apariencia. Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: “¿Tú quién eres?”, y respondí: “Un hombre”. He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una interior, el otro exterior. ¿Por cuál de éstos es por dónde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran, cuando dicen: “No somos Dios”, “El nos ha hecho”. El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por medio del sentido de mi cuerpo. Interrogué, finalmente, a la mole del mundo acerca dé mi Dios y ella me respondió: “No lo soy yo, simple hechura suya”.
Las cosas del mundo no son Dios. Pasa después S. Agustín a su propia interioridad personal analizando la memoria y los sentidos. Todo inútil. Allí sólo halla imágenes y recuerdos de las cosas. Un paso más hacia lo recóndito del alma y encuentra a Dios más íntimo que la propia alma y a la vez trascendente. Salta así de la multiplicidad a la unidad, de lo mudable a lo inmutable, de la verdad parcial a la absoluta y eterna. «¿Qué es, por tanto, lo que amo cuando amo yo a mi Dios? ¿Y quién es él sino el que está sobre la cabeza de mi alma? Por mi alma misma subiré, pues, a él. Traspasaré esta virtud mía por la que estoy unido al cuerpo y llena su organismo de vida, pues no hallo en ella a mi Dios. Porque, de hallarle, le hablaría también el caballo y el mulo, que no tienen inteligencia, y que, sin embargo, tienen esta misma virtud por la que viven igualmente sus cuerpos.
Remontando los sentidos y la memoria en la búsqueda de Dios prorrumpe en este párrafo de antología: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ver que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré y suspiro por ti; gusté de ti y siento hambre y sed; me tocaste y abraséme en tu paz». Como puede apreciarse, S. Agustín utiliza de una manera emocional, pero razonablemente, la prueba de la causa y el efecto. La realidad inmediata en la que nos encontramos inmersos no es Dios pero exige un hacedor sin el cual dicha realidad no sería un hecho ineludible. Al aceptar la realidad que nos rodea y de la que nosotros mismos formamos parte, no queda otra alternativa razonable que la de aceptar su hechura y hacedor universal, al que llamamos Dios.
S. Agustín proclama también la existencia de Dios por la vía del orden y admiración de la belleza cósmica. La tierra y el cielo pregonan haber sido hechos, pues son mudables y cambiantes. No se han hecho a sí mismos. Son. Luego es porque han sido hechos en su ser bello y ordenado: «He aquí que existen el cielo y la tierra, y claman que han sido hechos porque se mudan y cambian. Todo, en efecto, lo que no es hecho y, sin embargo, existe, no puede contener nada que no fuese ya antes, en lo cual consiste el mudarse y variar. Claman también que no se han hecho a sí mismos: Por eso somos, porque hemos sido hechos; no éramos antes de que existiéramos, para poder hacernos a nosotros mismos. Y la voz de los que así decían era la voz de la evidencia. Tú eres, Señor, quien los hiciste; tú que eres hermoso, por lo que ellos son hermosos; tú que eres bueno, por lo que ellos son buenos; tú que eres Ser, por lo que ellos son. Pero ni son de tal modo hermosos ni de tal modo buenos, ni de tal modo ser como lo eres tú, su Creador, en cuya comparación ni son hermosos, ni son buenos, ni tienen ser. Conocemos esto; gracias te sean dadas; mas nuestra ciencia, comparada con tu ciencia, es una ignorancia». Y así en otros lugares proclama el Hiponense la existencia de Dios como el artífice de cuanto es orden y belleza en este maravilloso mundo en que vivimos. La naturaleza es el mejor poema a su Creador.
Recurre también a la existencia de ideas universales y necesarias en nuestra mente. Las ideas de verdad y justicia, por ejemplo, por las que nos regimos en la vida no pueden provenir de nosotros mismos sino de Dios, que es el principio de todo ser, y, por lo mismo, de todo conocer. En el diálogo con Evodio en De libero arbitrio, argumenta del modo siguiente: el sentido interior está por encima de los exteriores a los que juzga. Por la misma causa la razón humana aventaja al sentido interior. Ahora bien, la Verdad, que es común a todas las cosas y según la cual emitimos juicios, está por encima de la razón. Esta verdad es el supremo bien, superior a todo lo creado y a la que llamamos Dios o verdad inconmutable. Todos hablamos de la verdad y de la justicia. Por ellas se rige nuestra vida. Pero ello no tendría sentido sin admitir la existencia de Dios como principio de todo ser y de todo conocer. «Busco a mi Dios entre las cosas visibles y corporales -escribe comentando el salmo 41- y no le encuentro. Busco su sustancia en mí mismo, como si fuese algo igual a mí, y no la hallo. Siento que es algo que está por encima del alma. Para percibirle medité estas cosas y derramé mi alma dentro de mí. ¿Cuándo percibirá mi alma lo que se busca por encima de ella si no es cuando se vuelque sobre sí misma? Si permaneciese inactiva, no se vería más que a sí, y al verse no vería a su Dios. Digan ya mis mofadores: ¿Dónde está tu Dios? Hablen. Yo mientras no veo, en tanto que no sea arrebatado, me alimento día y noche con mis lágrimas. Digan todavía: ¿Dónde está tu Dios? Yo busco a mi Dios en todo lo corpóreo, ya terrestre, ya celeste, y no le encuentro; busco en mi alma su sustancia y no la encuentro; me entregué a la búsqueda de mi Dios y por las cosas que han sido hechas deseé ver las cosas invisibles de mi Dios. Derramé mi alma sobre mí y ya no me queda a quién llegar a percibir sino a mi Dios. Sobre mi alma está la casa de mi Dios; allí habita, desde allí me mira, desde allí me creó, desde allí me gobierna, desde allí mira por mí, me anima, me llama, me dirige, me guía y me conduce. Obviamente, S. Agustín formula esta prueba en clave platónica porque estaba convencido de su valor probativo.
Comentando el evangelio de S. Juan, el Hiponense apela también al testimonio del consentimiento universal. El nombre de Dios puede ser conocido por todos los hombres sin haber creído en Cristo. «Este es el poder de la divinidad verdadera, que no puede ocultarse enteramente a la criatura racional en el uso de la razón. Exceptuados algunos pocos de naturaleza demasiado depravada, todo el género humano confiesa a Dios por autor de este mundo, y así, por el hecho de haber creado este mundo visible en el cielo y en la tierra, Dios es conocido en todos los pueblos antes de abrazar la fe de Cristo». El cristianismo significaba para el Hiponense el epicentro de la historia de la humanidad y la manifestación visible más acabada del Dios invisible en la humanidad de Cristo como rostro visible de Dios. Pero el reconocimiento de la existencia de Dios es patrimonio de la humanidad y no exclusivo de los cristianos. Para admitir la existencia de Dios no es necesario ser cristianos, basta usar correctamente la razón. Otra cosa es conocer la naturaleza de Dios en cuyo proyecto podemos encontrar toda suerte de ideas y opiniones, incluso contradictorias y aberrantes, fuera de la fe cristiana. Pero esto es harina de otro costal.
Aun los que tienen un concepto incorrecto de Dios, precisa en De doctrina cristiana, le proclaman como lo mejor y, por consiguiente, reconocen su existencia: «Cuando piensan en aquel único Dios de los dioses, aquellos que también fingen, adoran y llaman dioses a las cosas del cielo o de la tierra, de tal modo piensan que sólo intentan mentalmente percibir lo que sea más excelente y mejor. Pero los hombres se mueven por bienes diversos, parte por los que pertenecen al sentido del cuerpo, parte por los que tocan a la inteligencia. Los que se entregan a los sentidos del cuerpo juzgan que el Dios de los dioses es el mismo cielo o lo más sobresaliente que ven en él, o el mismo mundo. Pero si pretenden buscar a Dios fuera del mundo, entonces se imaginan o que es algo luminoso y esto infinito, o que tiene aquella forma que les parece mejor, y esto lo piensan por una vana sospecha; o también lo juzgan de figura humana, si es que en su modo de pensar la anteponen a todas las otras. Si creen que no existe un solo Dios de dioses, sino que piensan más bien que hay muchos o innumerables dioses iguales, de tal modo representan a éstos en su alma, que les atribuyen la cualidad corporal que a cada uno le parece más sobresaliente. Los que se encaminan por medio de la inteligencia a entender lo que es Dios, le anteponen a todas las cosas visibles y corporales y a todas las espirituales e inteligibles que sean mudables. Todos luchan a porfía por dotar a Dios de una excelencia suprema. No puede encontrarse persona alguna que crea que Dios es algo mejor de lo que es. Por lo tanto, todos piensan unánimemente que Dios es lo que se antepone a todas las cosas». Esta es en esbozo la conocida vía de la perfección.
CONCLUSIÓN

No nos engañemos. La cuestión sobre la existencia de Dios es tan vital como la vida misma. O metemos la cabeza irresponsablemente debajo del ala o nos dejamos llevar prudentemente por el viento de la inteligencia en busca del sentido de la vida y la cuestión sobre Dios surge de forma natural como el agua de su manantial. Agustín de Hipona y Tomás de Aquino son dos puntales de la historia de Occidente que afrontaron sin miedo el problema de la existencia de Dios y llegaron a un resultado feliz por caminos y experiencias diferentes.
De Tomás de Aquino sabemos que no tuvo dudas personales sobre la existencia de Dios. Lo que le preocupó ya desde muy niño no fue saber si Dios existe sino quién y cómo es. Sus razonamientos sobre su existencia los formuló como una exigencia del magisterio teológico universitario y no como respuesta a una situación de crisis personal o de curiosidad intelectual. Tomás de Aquino tuvo desde niño una experiencia positiva de Dios y por ello se permitió en lujo de plantear el problema de su existencia con la cabeza fría sin que le temblara el pulso. El resultado de sus famosas “vías” en lo que podemos denominar “el Dios de la razón”. Quiero decir, la afirmación de la existencia de Dios por la vía del razonamiento científico, como paso previo indispensable para hablar después de Dios como un ser personal revelado en la persona de Cristo como rostro visible de Dios invisible.
Agustín de Hipona, en cambio, a pesar de haber mamado la certeza de la existencia de Dios a los pechos de su madre, tuvo dudas importantes y sólo después de una búsqueda azarosa llegó a puerto seguro. Se comprende así que su forma de expresarse sea muy emocional aunque sin perder jamás el buen sentido de la razón y de la sensatez. La personalidad de Agustín fue una síntesis admirable de sensibilidad y razón y supo administrarla magistralmente en su trabajo pastoral teniendo en cuenta el público al que se dirigía. Como botones de muestra para corroborar esta afirmación basta leer las Confesiones y los libros sobre la Trinidad. Hablando con propiedad, si en alguna parte no hay razones es en el corazón. El corazón bombea la sangre pero no razona. Sin embrago, metafóricamente cabe decir con toda razón que el Hiponense puede ser considerado como un exponente de categoría excepcional del llamado “Dios del corazón” por su modo de vivir el problema de Dios y la forma de describirlo y resolverlo. Agustín fue maestro del uso de la fe en Dios abierta a la razón, y Tomás de Aquino fue maestro en el uso de la razón abierta a la fe en Dios. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.